Faustino López estaba aterrado al ver cómo empeoraba la salud de su esposa, internada a fines de abril por COVID-19 en un hospital de Lima. Mientras su mujer Angélica Berrocal permanecía en el hospital, Faustino no tuvo más que quedarse en su casa, donde vivía solo. Dejó de dormir en la cama matrimonial que compartieron por 45 años, no paraba de llorar al mirar la ropa de ella y escuchaba música en quechua, la lengua materna de ambos.
Faustino, un jardinero de 68 años, y Angélica, una barrendera de 60, habían llegado a este momento de su vida sin mayores contratiempos de salud y con dos hijos y 11 nietos sanos. Pero el nuevo coronavirus aniquiló la tranquilidad de esta familia que en más de cuatro décadas jamás había conocido la desgracia. Y todavía estaba por venir otra tragedia. En un momento, Faustino tuvo fiebre y escalofríos. También sintió la alteración del gusto y el olfato, según una ficha de investigación clínico-epidemiológica a la que The Associated Press tuvo acceso. Le hicieron la prueba y dio positivo a COVID-19. 
Desesperado, tocó las puertas de un albergue estatal donde se recuperan casi 2.000 enfermos del virus. No fue aceptado porque no había sido referido desde un hospital. Retornó a su hogar y la madrugada del 5 de mayo bebió ácido muriático y se ahorcó con un cable de electricidad.