Minutos después de las 09:30 h, en el conocido punto de ‘La Paloma de La Paz’, en Cuernavaca, Morelos, dio inicio la Caminata por la Verdad, la Justicia y la Paz, convocada por el poeta Javier Sicilia y los hermanos Julián y Alex LeBarón.
Previo al arranque de la caminata, el activista chihuahuense Julián LeBarón aseguró que el objetivo de la movilización es crear conciencia para que los mexicanos se unan a fin de resolver los problemas en los que la política no ha podido dar resultados.
LeBarón explicó en entrevista que la Caminata es solo un primer paso para crear una nueva fuerza ciudadana y afirmó que, por años, los mexicanos se han conformado con ir a votar cada 6 años, “para después quejarse de que las autoridades no cumplen”.
La caminata inicia en Cuernavaca y en su primera jornada, culminará en Coajomulco.
El viernes se retomará el camino hacia Tres Marías y posteriormente a Tlalpan, ya en la Ciudad de México.
El próximo sábado, el contingente se movilizará al monumento a la Estela de Luz, en Paseo de la Reforma, donde se realizará un acto cultural de las 12:00 a las 19:00 h.
Y el próximo domingo culminará la caminata con un llamado a la movilización nacional, en una marcha que partirá de la Estela de Luz a Palacio Nacional.
Por su parte, Javier Sicilia ofreció este mensaje inaugural previo a la caminata:
¿Cuál es la palabra que nombra/ aquello que hemos alejado/ hasta volvernos extraños,/ en nuestra propia casa?// ¿Qué presunción tan absurda nos ha traído hasta aquí?/ ¿Dónde está?/ ¿Quién la escucha?/ ¿Quién la recuerda?/ Aunque sea en voz baja habrá que decirla/ […]/ Esa palabra es el bautizo/ de la última bocanada/ de oxígeno./ Su poder arde/ entre los tiempos y la conciencia./ Estamos aquí para encontrarla/ y se pronuncie desde nuestras entrañas.
La primer y única
Tomás Calvillo
En medio de un mundo lleno de ruido, de violencia, donde la velocidad de los medios de comunicación banalizan la palabra, donde los intereses políticos y las redes sociales se utilizan muchas veces para distorsionar, mentir, difamar y ocultar franjas enteras de lo real, donde la muerte, a fuerza de horror, quiere normalizar su presencia entre nosotros hasta reducir nuestra vida a un mugido bovino, a un rastro, a un campo de concentración, es necesario recuperar la palabra, darle su lugar, encontrar su sentido y respirar su oxígeno. Hacerlo sólo es posible en el silencio y el paso del caminar que obliga a la escucha, a la memoria y a la reflexión.
Hace casi 9 años, el 5 de mayo de 2011, a raíz del asesinato de mi hijo Juan Francisco y de seis personas más, en Morelos, cuando el país tenía apenas 40 mil asesinados y 10 mil desaparecidos, salí, junto con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), de este mismo monumento que simboliza la paz, hacia al zócalo de la Ciudad de México en busca de la justicia, la paz y la dignidad que la guerra desatada por el entonces Presidente Felipe Calderón contra el narcotráfico, había llenado de sangre, de desaparecidos y fosas. Nos acompañaba entonces el país entero –la izquierda, la derecha, las víctimas invisibilizadas y revictimizadas por el gobierno.
A lo largo de casi dos años de una protesta y una propuesta noviolenta, logramos darle no sólo voz y nombre a la víctimas, sino crear una Ley, aún insuficiente, para atenderlas. Pero no logramos detener el horror. Calderón continuó con su estrategia de guerra e impunidad, que multiplicó el crimen y que el gobierno de Peña Nieto mantuvo. Tuvimos entonces que padecer la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa para darnos cuenta que el horror se había hecho más hondo.
La nación salió nuevamente a las calles. Por desgracia, y pese al trabajo realizado por diversos colectivos, la atención nacional redujo la tragedia humanitaria a los 43 estudiantes desaparecidos, la sociedad volvió a desmovilizarse y la “Verdad Histórica” sepultó otra vez en el horror la exigencia de verdad, justicia y paz que todas las víctimas de la nación no hemos dejado de exigir.
Al concluir el sexenio de Peña Nieto, el país tenía 130 mil asesinados, que se sumaban a los 102 mil 850 del gobierno de Calderón, y, en cifras oficiales, a los más de 40 mil desaparecidos, a las más de 2 mil fosas clandestinas y a una cantidad aún no contabilizada de inhumaciones ilegales realizadas por el propio Estado, como las que se descubrieron en Tetelcingo y en Jojutla, Morelos, durante esos dos gobiernos.
El 14 de septiembre de 2018, ya como presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco (CCUT)–símbolo de la deuda de Estado con las víctimas que se remonta hasta la masacre del 68–, no sólo reconoció la dimensión de la tragedia humanitaria y la emergencia nacional, heredada de las anteriores administraciones, sino que de cara a las víctimas y a la sociedad se comprometió a hacer de la agenda de verdad, justicia y paz la prioridad de su gobierno, y crear con ella una sólida política de Estado. Allí mismo, el presidente solicitó que se le ayudara a diseñarla para enfrentar la profunda crisis en su integralidad.
A partir de ese momento, víctimas, organizaciones, academia y expertos, trabajaron durante varios meses con la Secretaría de Gobernación para crearla. La agenda, con los documentos que hoy llevamos con nosotros, se desechó sin que aún sepamos por qué –la Segob nunca dio explicación. En su lugar, el presidente López Obrador profundizó la presencia del ejército en las calles, con el nombre de Guardia Nacional –una guardia que se ha usado para reprimir migrantes–, generó unas políticas sociales destejidas de las instituciones que la sociedad civil creó para construir la justicia (la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, la Comisión Nacional de Búsqueda y la CNDH), instituciones que están desarticuladas, mal atendidas y cuestionadas, y eslóganes como “abrazos y no balazos” y “perdón y olvido”.
Recuerdo que en 2011, cuando el MPJD se dirigía hacia el Senado de la República para presionar a los legisladores de entonces a que aprobaran la Ley General de Víctimas, algunos actuales miembros de Morena –muchos de ellos ahora funcionarios de gobierno–, nos aguardaban en el Ángel de la Independencia. Aludiendo a mi manera de abrazar y besar a la gente –el Presidente me debe aún un beso–, nos gritaban: “Con besos y abrazos no se paran los madrazos”.
Mis besos y abrazos no tenían entonces ni tienen ahora esa función. Fueron y siguen siendo un signo que llamaba y llama a la unidad, a la fraternidad, para que juntos, como hermanos de esta patria ensangrentada, poniendo entre paréntesis nuestras diferencias, construyéramos y construyamos una sólida política para enfrentar el horror, una política que el presidente asumió aquel 14 de septiembre de 2018 y que se trabajó con la Segob.
Los balazos no ponen fin a la sangre –lo demostraron de manera espantosa las administraciones de Calderón y Peña Nieto. Pero tampoco los abrazos que entonces, sin entenderlos, miembros de Morena me reprochaban, y que ahora, sin tampoco entenderlos, defienden como estrategia de paz.
La prueba más clara en su espanto de esa política de abrazos, son los 34 mil 582 homicidios y feminicidios acaecidos durante el año que acaba de terminar, la desaparición de cientos o miles más que, según la reactualización de la Comisión Nacional de Búsqueda de Desaparecidos, supera ya la cifra de 61 mil y que los Colectivos de familiares de desaparecidos afirman que es mucho mayor. Estas cifras, sumadas a la cifra de víctimas oficiales de los dos gobiernos anteriores (las víctimas, recordemos, son deudas de Estado) dan el escalofriante número de alrededor de 300 mil asesinados, más el de 61 mil desaparecidos, sin tomar en cuenta el número de torturados y desplazados que probablemente frisan el millón.
Hoy ese horror nos ha reunido nuevamente en este monumento del que hace 9 años partimos para convocar a la palabra, nuestra “última bocanada de oxígeno”, e intentar de nuevo detener el horror y evitar que el país se hunda en una barbarie sin retorno.
Esa palabra que las víctimas no hemos dejado de escuchar desde nuestro dolor, de decir desde nuestro sufrimiento, de susurrar desde nuestra indignación, dice que para que México vuelva a recuperar el sentido es necesario, primero, reconocer con toda responsabilidad y seriedad la dimensión de la emergencia nacional y de la tragedia humanitaria que padecemos y que día con día se ahonda. Es decir, develar las verdades de las violencias que tienen destrozado al país. México está en llamas, sus caminos anegados de sangre y fosas, sus instituciones cooptadas por redes de complicidad política-económica con el crimen –los casos de Genaro García Luna, de Javier Duarte, de Emilio Lozoya, del Chapo Guzmán y de la Estafa Maestra, entre muchos otros– son apenas la punta del iceberg que nos permite asomarnos a su profundidad abisal que se mide en cientos de miles de asesinados y desparecidos, en cientos de miles de mujeres violentadas y asesinadas, en decenas de miles de migrantes tratados sin la dignidad que los seres humanos tienen, en zonas del territorio nacional dominadas por el crimen, en tierras indígenas devastadas y en un estado de indefensión y miedo de sus poblaciones.
Esa palabra dice también que ya no hay tiempo para esperar, sino tiempo de poner como prioridad de la nación esa sólida política de Estado con la que el Presidente se comprometió el 14 de noviembre de 2018 en el CCUT y llamar en torno a ella a la unidad de la nación para que juntos todos (gobiernos, cuya responsabilidad es de la misma magnitud que la del Presidente, víctimas, organizaciones sociales, iglesias, gobiernos, partidos, universidades, sindicatos, empresas, medios de comunicación y ciudadanos) nos avoquemos a esa tarea. La verdad, la justicia y la paz, no puede ni debe reducirse a la seguridad y a la atención de casos como hasta ahora se ha hecho. Es tarea de todos, y la política de Estado que debe coaligarnos y que sólo puede asumir y convocar el presidente, requiere –lo repetimos una vez más y tal y como se había acordado con la Segob en 2018– de mecanismos extraordinarios que permitan iluminar las verdades del horror en todo el país y hacer la justicia que las instituciones ordinarias, desbordadas y atravesadas por redes de complicidad con el crimen, no pueden llevar a cabo. Solo con la verdad y la justicia del tamaño de la tragedia y la emergencia nacional que padecemos podremos aspirar a la reconciliación y la paz.
Esa palabra dice, por último, que es necesario detener los megaproyectos hasta garantizar el derecho de los pueblos indígenas a consultas previas, libres e informadas, apegadas a estándares internacionales, y fortalecer las autonomías indígenas y los municipios para retejer desde abajo el tejido social y la seguridad.
Con esa palabra hoy, casi 9 años después, salimos de nuevo rumbo a Palacio Nacional, al ritmo de nuestras piernas y del aliento de nuestra respiración, para que en la serenidad del caminar, le demos un espacio a la escucha, a la memoria, a la reflexión; para que el sentido de la palabra que, como dice el poeta, se encuentra entre el horror del tiempo que vivimos y la luz de la conciencia que ilumina, permita pronunciarlo desde el corazón, como en este momento lo hemos hecho; para que el presidente pueda escucharla, sentirla y comprenda que no somos sus enemigos, sino enemigos de la violencia que, con nuestro andar y nuestra palabra, lo llamamos a unir a la nación y a construir con todas y todos una sólida política de Estado basada en la verdad y la justicia. Verdad y justicia amplias, no de casos aislados. Sin verdad jamás habrá justicia ni paz ni seguridad ni reconciliación, ni la amnistía con la que el presidente sueña (sin verdad ni justicia, hoy la amnistía significa impunidad y olvido). Lo único que habrá es más infierno.
Llegaremos a Palacio Nacional el domingo 26 de enero. Esperamos que el Presidente escuche y, poniendo entre paréntesis mi persona –no se trata de mí, sino de la palabra que llevamos con nosotros y cuyo sentido la poesía custodia–, nos reciba y asuma en ese recibimiento y el beso que me debe, el inicio de esa verdad, de esa justicia y de ese llamado a la unidad nacional que asumió el 14 de noviembre de 2018 y a los que en este caminar lo convocamos.